#HistoriaQuemera Masantonio, goleador y boxeador
Masantonio era un guapo. «Guapo», de hecho, fue uno de sus tantos apodos. Y su guapeza es parte del gen huracanense. Forma un selecto grupo con Jorge Newbery, Oscar Casanovas y «Ringo» Bonavena: a sendos cuatro, boxeadores todos, los unen su valentía, su impresionante fuerza física y la violencia que podían brindar sus golpes; mas más: fueron hombres de bien, leales y nobles que siempre defendieron los valores más loables. En cuanto a Herminio, de infante y adolescente practicó boxeo en Ensenada. Las tantas peleas que tuvo adentro de la cancha constituyen otro ítem para la construcción de su leyenda. Empero, aunque temperamental y frecuente al enojo por algún roce al límite o un rival por fuera de los límites del habla, a pesar de sus músculos, su altura, su nariz de boxeador y sus bombazos de puño, a tono con los de sus botines a medida, era una persona admirada y querida por todos los que tuvieron el gusto de conocerlo. Incluso, hasta los que sintieron el fervor de sus nudillos: uno de sus mejores amigos fue Lorenzo Fernández, quien lo adoptó «Ñato», y con el que tuvo una muy famosa riña durante un clásico rioplatense en el Sudamericano de 1935, en Lima. Fechada 27 de enero, se la recuerda en la capital peruana como «La Batalla de Santa Beatriz». Ya de noche, se los encontró juntos en un bodegón compartiendo copas en lugar de golpes. Años luego, el caudillo uruguayo vistió al quemero: «Ese era guapo sin vueltas. No diré que el único, pero sí que el más guapo entre todos los que conocí».
Cuenta una anécdota que durante un juego muy reñido contra Lanús, Atilio Ducca, del rival, increpó a Daniel Bálsamo, cuando Herminio, siempre amparador, copó la parada diciendo: «ustedes vayan que son muy pibes para estas cosas». Tras el encuentro, se fue solo a la sombra de unos cien granates insultándolo por el camino y la espalda, hasta que uno de ellos amenazó con golpearlo. Masa frenó, todos frenaron. Pero aquel desfile de increpadores siguió y lo persiguió hasta su casa. Plantaron bandera en puerta, con el gigante adentro. Hasta lograr cansarlo: salió a la puerta, se arremangó y desafió: «vengan de a dos». Nadie se acercó al Mortero ese día.
No obstante, su guapeza no sólo estaba configurada por los espectáculos de boxeo que brindaba en pleno campo de fútbol al noquear rivales: sus principales luchas eran ante las distintas adversidades deportivas. Era un ascendiente anímico para sus compañeros, capaz de dar vuelta una goleada en contra, o de inyectarle al resto del elenco la fuerza necesaria para levantarse tras tropiezo; imprimía seguridad. Así lo describió Baldonedo: «(…) era muy buen jugador. De esos para ganar partidos, para reaccionar en la derrota, para contagiar a todo un equipo». La lengua española, vasta en sus mares, le ofrece el adjetivo perfecto: Masantonio era un longánimo.
Al margen de su fuerte personalidad dentro del terreno de juego, mostrando destrezas tanto balompédicas como pugilísticas, por fuera era un hombre ciertamente tímido. De pocas palabras y cero ostentar, era sencillez; matero, fumador de pitada larga, con paladar de café y tangos de Gardel. Fue, como Homero Manzi, muy amigo de Aníbal Troilo, aquel bandoneón hecho bandera. Sobre todo, como en la cancha, era muy respetado y admirado como persona. Pedernera, crack sin tiempos y con paso por La Quema, lo supo «un Robin Hood de la vida» y lo supo elogiar: «Masantonio era un gran jugador, un hombre de verdad, un hombre de honor y de bien, siempre dispuesto a defender al compañero. Tenía coraje y asumía un compromiso inquebrantable tanto con sus amigos como con la camiseta».
Gonzalo Hernán Minici