#HistoriaQuemera Homenaje a René Houseman
Las estadísticas, demasiado frías, cuentan que René Orlando Houseman fue la magia de uno de los mejores elencos balompédicos de la historia, el goleador «albiceleste» del Mundial 74′, un campeón abanderado del triunfado en 1978, el séptimo artillero de la Selección en esa competencia, el sexto de La Quema y séptimo con más presencias, propio al que más veces citó el combinado nacional. Pero no, René fue mucho más.
Fue fútbol, barrio, villa y potrero. Fue un «Loco». A veces metía golazos y ni siquiera los gritaba. Era capaz de amagar hasta tres o más veces al mismo rival, sin parar hasta verlo encerrado en un chaleco de fuerza. Contagiaba su locura a la hinchada quemera, y desde las graderías bajaba el «Olé, olé, ¿cómo lo paran a René?». O a los patrios que lo gritaban: «el Loco es lo más grande del fútbol nacional». Fue pícaro y atorrante. Estandarte de indisciplina, no se llevaba bien con el profesionalismo. En las concentraciones, cuando no se escapaba de éstas, compartía habitación con Carrascosa, hombre tranquilo y correcto por demás. Ni eso funcionaba: dormía poco y escuchaba la radio al máximo volumen. Eso sí, en cancha, se amagaba hasta a los pozos… Es que René, como profesional, era un profesional de su propio encanto. Uno que lo hubiera hecho ad honorem, sólo por sincero placer de «ser». Todo eso fue. «Es». Es y será, así el destino haya puesto fecha y clavado flecha.
Nació en La Banda, Santiago del Estero, el 19 de julio de 1953. Dejó a muy temprana edad esos pagos, que de tanto embarrarlo en sus zanjas lo bautizaron «Chancho», para mudarse a la gran ciudad. Su rutina de niñez empezaba a las 6:00hs., cuando se despertaba para patear su pelota con ambas piernas contra un paredón. Lo hacía por afición, sin pensar en el futuro. Curiosamente, en su primer club de barrio, «Los Intocables», fue marcador de punta. Tiempo más tarde quiso probar suerte en Excursionistas, dueño de la mitad de su amorío, aunque dirigentes le cerraron las puertas debido a su origen humilde y su físico no muy prometedor. Por eso fue Defensores la antesala de su gloria: su aporte de 16 goles en 36 partidos fundamentaron un inmediato ascenso y desnudaron sus condiciones fuera de lo común, por lo que se transformó en pretensión de muchos, aunque Huracán terminó ostentando, por pedido exclusivo del «Flaco» Menotti, la joya de la Villa del Bajo Belgrano.
Arribó al Globo en el verano de 1973 y tras su aparición comenzó el pasmo: por su apellido de origen alemán, esperaban a un rubio corpulento, mas se sorprendieron al ver que «Hueso», lejos de aquel estereotipo, era delgado, medía 1,65 m y dejaba a la vista sus piernas chuecas y poco fibrosas con las medias arremangadas hasta los botines. Finalizado su primer amistoso, Menotti dejó garantías sin errores: «Ese flaquito desgarbado que ustedes vieron hoy, va a ser figura del fútbol argentino»; y el 4 de marzo, en su debut, Houseman fue una de las claves del 6-1 a favor.
Su trama en el Parque fue tan feliz como sus primeros pasos, y sus pasos, en definitiva, fueron los de un rey hacia el trono y del trono al pueblo. El mejor coronado del «Campeón del Siglo» en 1973 fue, a la vez, bandera de toda historia de la década del 70’ digna de ser contada. Con Huracán alcanzó una preciada estrella, el pase a las semifinales de la Libertadores de 1974, dos subcampeonatos, un tercer puesto y memorables actuaciones en torneos amistosos internacionales.
Como jugador no era tal, sino una maravilla. Pertenecía a la estirpe de Best y Johnstone, conocido como el «Garrincha Blanco». Muchos eruditos de tribuna más voces entendidas del ambiente aseguran que fue el más talentoso en su puesto y desafían a todos con las comparaciones. Y resulta esencia que los cotejos no son infundados. Existen reales parámetros, ya que el «Loco» se dio un gusto que muy pocos hombres del fútbol: enfrentó a Maradona, Pelé, Cruyff y Beckenbauer. Era imprevisible. Veloz, astuto, imaginativo. Pícaro, ingenioso, hábil con las dos piernas. Preciso con sus pases, guapo, goleador. Talento, brillo, desequilibrio y equilibrio a la vez. Dueño de un amague extraordinariamente beatífico y propio de él, y sólo de él, poseía un cambio de velocidad descollante y parecía quebrarse al gambetear. Enganchaba con el tobillo, casi con el taco. Deslumbraba tanto que más de una vez fue dueño de aplausos de la tribuna del rival, algo impensado en un fútbol tan vehemente.
En paralelo, su paso por la Selección fue grandílocuo. Debutó en 1973 y al año fue al Mundial 1974. En él, fascinó a la entera Tierra: fue el mejor y más goleador de Argentina con tres tantos (dos emblemáticos). Luego campeonó en el 78′. En aquél marcó una vez y es, junto a otros, el séptimo máximo artillero argentino en Mundiales.
Tras esto, obtuvo una repercusión global como nunca antes. Hasta «Don Ramón», aquel gruñón entrañable de «El Chavo del 8», lo elogió. Y no fue el único. «Ringo» Bonavena, Rey de Golpes, una vez lo sorprendió: «¿Cómo andás, Loco? ¿Sabés que hasta Frank Sinatra me preguntó por vos?». Más allá, el desquiciado de la redonda nunca olvidó sus raíces ni perdió su brújula que siempre señalaba al barrio. Se autodenominaba «villero» con franco orgullo y no abandonó aquellas calles de tierra que hoy se encuentran asfaltadas. Podría haber tenido todo lo material, pero no le interesó; sus sentimientos pasaban por el fútbol y su gente. Tampoco era afín a la fama ni guardaba enigmas secretos en torno al «¿qué dirán?». Sencillamente, fue dotado por una compleja humildad. Jamás pudo acudir al abandono de su libre espíritu de rebeldía: muchas veces, había que ir a buscarlo a la villa, su amado mundo, al ausentarse a entrenamientos y concentraciones por ir a jugar un picado.
Lamentablemente, tenía otros dos vicios mucho más insanos: cigarrillos y alcohol. Llegó al extremo de fumar en los entretiempos o jugar borracho, tras sinfines de duchas y litros de café, y así mutilar una y un millón de veces a las defensas rivales y salir ovacionado por ganadores propios y perdedores ajenos, que mucho más ganaban al ver a ese ajeno tan propio de admiración. La escena, sea cual sea su estado, era invariable: una locura del Rey de la Gambeta. No obstante, y pese a que «gambeteaba hasta las patadas», a veces no salía en pie: a menudo se hacía el lesionado para darle lugar a algún compañero. En ese ayer, quien no jugaba, no cobraba.
En suma, vivió 277 encuentros y marcó 109 goles en Huracán (1973-1980, 1981 y 1983). Se embanderó argentino 55 veces, siendo el quemero más citado por la Selección con una notable observación: de los primeros en la lista de presencias, sólo él y Messi litigaron todos sus juegos con Argentina enrolados en un mismo club. Además, vistió de «Dragón» (1971-1972 y 1982), River (1981), Colo-Colo (Chile, 1982), AmaZulu (Sudáfrica, 1983) e Independiente (1984) hasta retiro en Excursionistas (1985).
En su cultura, libros y canciones se escribieron, y fue declarado «Personalidad Destacada del Deporte».
Falleció el 22 de marzo de 2018, dejando todo menos palabras. Nunca las hubo, menos en ese otoño, que por la impiadosa crueldad ofrecida se asemejó más a un invierno polar. Jamás se hallaron las que pudieran describir con completa certeza su figura; en ese funesto 22 de marzo, no existieron las que pudieran describir el dolor de su partida. El corazón de René Orlando Houseman dejó de latir, y el vacío pareció entronizarse en el corazón del Globo. No hubo palabras…
Una lágrima de tamaño oceánico cayó de las mejores páginas de Huracán. Confluyeron con miles otras de hinchas que sintieron la mismísima partida de un familiar cercano. La noticia se dispersó, «se nos fue René», y se fue el aliento. Se pudo escuchar por dentro el estruendo de un silencio que amenazaba con ser eterno, y una ráfaga de viento desolado después. Todo fue nada, y nada hubo, sólo un abismo en el sentir y la caricia envenenada del anonadamiento. «Es imposible». Pero sí, era… Y no hubo palabras.
No hubo palabras.
Nunca las hubo.
Las habrá…
Las habrá siempre para recordarlo. Siempre para homenajearlo. Por más que no basten para vestirlo, siempre tiene que haber palabras sobre Houseman. Siempre que haya sobre Huracán, tiene que haber sobre René Orlando Houseman. Porque, sin dudas, «H»ouseman y «H»uracán se escriben con la misma «H». Y su historia, ni aun en esos días con el ánimo tan hastiado, deja de comenzar con la misma letra. Seguramente, en un plano desconocido, Newbery lo invitó al aerostato «El Huracán» para hacer su última ascensión, esa que lo llevó al encuentro con Masantonio, Stábile, Bonavena y tantos más. Pero su fin no llegó. Ni llegará nunca. Será un eterno habitante de la memoria más meliflua; un eterno responsable de que, aún hoy, todo hincha de Huracán quiera la «7»; eterno responsable de que hasta algunos quemeritos nazcan con su nombre.
Siempre habrá palabras, nunca exactas, pero sí fieles al intento de honrarlo como merece. Siempre habrá Houseman en la historia de Huracán. Siempre.
Gonzalo Hernán Minici